Por: Peter Acosta
Analista político – Politólogo.
En el Paraguay político de estos días, el asombro se ha vuelto una anomalía. Se dice y no sin razón, que en este país ya nada debería sorprender. Sin embargo, la política nacional insiste en desmentir incluso esa resignación. Cada episodio confirma una descomposición moral progresiva, una credibilidad raquítica y una pendiente tan punzante que recuerda a trampas invisibles: solo se advierten cuando el daño ya es irreversible.
En este contexto reaparece con centralidad Nicanor Duarte Frutos, expresidente de la República. Un hombre ya anciano que, lejos de asumir el retiro que la prudencia republicana aconseja, continúa orbitando el poder con una ansiedad que el tiempo no ha logrado atenuar. Paraguay es, si no el único, uno de los pocos países donde un expresidente no solo opina, sino que interviene activamente dentro del gobierno, desplazando a nuevas generaciones que podrían aportar productividad, ideas y futuro a la nación.
Duarte Frutos ha sido ministro, presidente, titular de entes públicos y figura omnipresente del aparato estatal. Pero más allá de los cargos, su rasgo distintivo ha sido la palabra incendiaria. Durante años se erigió como acérrimo crítico de Horacio Cartes, a quien dirigió discursos cargados de reproches morales, insinuaciones de hechos punibles y condenas que rozaban el repudio ético absoluto. Su verbo era filoso; su postura, aparentemente irreconciliable.
Hoy, sin embargo, el Paraguay amanece con una imagen que condensa el descrédito político en una sola escena: el crítico y el criticado abrazados, anunciando que trabajarán juntos “por el Partido Colorado”. En un solo gesto se pretende borrar con el codo lo que durante años se escribió con la mano.
No se trata aquí de una reconciliación política madura, sino de algo más grave: la anulación del valor de la palabra. Como advertía Hannah Arendt, “cuando la mentira se convierte en norma, el daño no es que se crea en mentiras, sino que nadie cree en nada”. Ese es el verdadero golpe a la nación votante: la confirmación de que la política paraguaya no exige coherencia, sino conveniencia.
La credibilidad, ya pálida y sangrante, recibe así otro impacto devastador. Se profundiza la crisis de quienes aún buscan una tenue luz al final de un túnel cada vez más oscuro. Un Partido Colorado sin alternativas reales, plagado de figuras con problemas judiciales de público conocimiento, vuelve a cerrar filas sin pudor ni autocrítica.
Nada de lo aquí expuesto es rumor ni exageración literaria. Circula en redes sociales, recortes de diarios, videos y grupos digitales de alcance masivo. El daño es colectivo y acumulativo. Cada acto de este tipo empuja al Paraguay político hacia una incredulidad más profunda, hacia el hastío cívico, hacia la deserción moral del ciudadano.
En países con instituciones sólidas, los expresidentes escriben memorias, dictan conferencias o se convierten en figuras reflexivas de la historia. Aquí, en cambio, quien lanzó las críticas más duras simplemente se une al adversario y actúa como si nada hubiese ocurrido. El proverbio es claro: quien no honra su palabra, no merece confianza.
El daño ocasionado una vez más por Duarte Frutos a quien muchos ya llaman el mariscal de la derrota moral, es más profundo de lo que puede describir un artículo periodístico. Porque no se trata solo de un hombre, sino del mensaje que deja: todo se negocia, todo se borra, nada importa.
Cuando eso ocurre, la política deja de ser conducción y se convierte en farsa.
Que Dios se apiade del Paraguay y nos envíe dirigentes que comprendan que la dignidad no es un discurso, sino la coherencia entre lo que se dice y lo que se hace. Porque, como reza un antiguo dicho latino: Verba volant, sed facta manent, las palabras vuelan, pero los hechos permanecen, y hoy los hechos nos están condenando.
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