Por: Lic. Pedro Acosta – Politólogo
El asesinato del Teniente Coronel Guillermo Moral Centurión, frente a la Universidad Nacional de Asunción, reabre el debate sobre la fragilidad del Estado paraguayo, la expansión del crimen organizado y la impunidad estructural que convierte la honestidad en un acto suicida.
El jueves 2 de octubre, a las 16:45, Asunción fue escenario de un crimen que no solo arrebató la vida de un hombre, sino que también golpeó el corazón mismo de la República. El Teniente Coronel Moral Centurión, militar honorable y estudiante del último año de Derecho en la UNA, fue ejecutado por sicarios frente al templo del conocimiento jurídico. Murió no como víctima del azar, sino como mártir de un sistema que renunció a proteger a sus hombres justos.
Moral Centurión había denunciado un intento de soborno de diez millones de guaraníes para introducir un teléfono celular en la cárcel de Viñas Cué, destinado al reo Miguel Ángel “Tío Rico” Galeano. Su denuncia derivó en la condena del coronel Luis Belotto y de su esposa, Alba de Belotto, por soborno agravado. Pero en Paraguay, denunciar la corrupción equivale a firmar una sentencia de muerte. Moral Centurión, al igual que el fiscal Marcelo Pecci, asesinado en su luna de miel, encarnaba esa pequeña porción de luz que el Estado abandona a merced de la oscuridad.
La historia se repite con una exactitud que espanta: quienes defienden la ley mueren, y quienes la prostituyen gobiernan. En Colombia, todos los autores materiales del asesinato de Pecci fueron condenados. En Paraguay, el caso duerme en los cajones del poder, sepultado bajo el polvo de la desidia y la complicidad institucional.
Nos llamamos República, pero caminamos entre ruinas. Los hombres de bien son eliminados, mientras los criminales se infiltran en las estructuras del poder político, policial y económico. Las calles son dominio de los motochorros; la inseguridad es norma; y la ciudadanía vive traumatizada, obligada a lanzar sus pertenencias sobre los muros vecinos al escuchar el ruido de una motocicleta. Denunciar ya no tiene sentido: la impotencia se volvió costumbre.
El discurso oficial insiste en que “son hechos esporádicos”. Pero las veredas convertidas en fortalezas, los alambres de púas que coronan las casas y el miedo cotidiano son pruebas de un Estado ausente, anémico, casi fantasmagórico. Un Estado que presume de crecimiento macroeconómico mientras ignora la pobreza diaria del ciudadano, la inflación de la canasta básica y la depreciación del guaraní. Un Estado que habla de desarrollo mientras sus hospitales carecen de insumos, sus calles de seguridad y sus instituciones de moral.
El asesinato del Teniente Coronel Moral Centurión no es un hecho aislado: es la consecuencia natural de un sistema donde la corrupción se ha institucionalizado y la violencia se ha convertido en el lenguaje de los poderosos. Cuando el Estado no protege a sus mejores hombres, abdica de su esencia soberana. Y cuando la ciudadanía se acostumbra al miedo, la democracia muere de pie, disfrazada de libertad.
La clase política, sin embargo, ya centra su mirada en las elecciones de 2028: polariza disputas, reparte culpas y mide encuestas. Nadie se atreve a enfrentar la raíz del problema: la degradación ética del poder. Mientras tanto, el país sigue perdiendo a sus referentes moral y, con ellos, el sentido mismo de nación.
El Paraguay ha llegado a un punto de quiebre. Ya no se trata solo de un problema de seguridad: es un colapso civilizatorio. Y si el pueblo paraguayo no recupera su conciencia crítica, si sigue votando por colores y no por virtudes, pronto no quedará más República que el nombre impreso en los billetes.
El asesinato del Teniente Coronel Guillermo Moral Centurión no solo mata a un hombre: asesina la esperanza, hiere la justicia y desnuda al Estado. Un Estado que ha dejado de ser guardián de la ley para convertirse en su propio sepulturero.
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