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Sentimiento analítico sobre el Paraguay.

Por el: Lic. Pedro Acosta

Paraguay es un país que late entre dos pulsos: la esperanza de su pueblo y la indiferencia de quienes lo gobiernan. Somos una sociedad acostumbrada a sobrevivir en medio de la ausencia, a normalizar lo irregular, a justificar la injusticia como si fuera parte del paisaje cotidiano.

El ciudadano camina esquivando baches, motos que desafían la ley, políticos que saquean el erario y discursos que prometen redenciones que nunca llegan. La vida pública se ha transformado en un mercado donde la dignidad se compra y se vende al mejor postor.

El gran drama paraguayo es que el Estado existe solo como sombra: su ley es débil, su justicia selectiva, su presencia mínima. Se castiga al pobre por su necesidad, mientras el poderoso encuentra inmunidad en sus influencias.

Hemos permitido que la corrupción se convierta en cultura, que el desorden sea la regla, que la impunidad se transforme en tradición. Y aun así, seguimos adelante, con la resiliencia de un pueblo que se niega a desaparecer, pero que no siempre se atreve a rebelarse.

El costo de esta normalización es alto: jóvenes que emigran buscando un futuro, familias que aceptan el clientelismo como destino, ciudadanos que pierden la fe en la democracia. El Paraguay vive en un tiempo suspendido, donde todo parece cambiar para que nada cambie.

La gran pregunta que queda flotando es si alguna vez nos atreveremos a quebrar este ciclo de resignación. Porque un pueblo que se acostumbra al abuso termina siendo cómplice de su propia ruina.

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